El fabricante de oro

  
Una cripta de piedra, semioscura, húmeda y vacía;
un puñado de aves viejas al borde de su vida;
el sustento suficiente para las noches largas;
y el tiempo justo para que los engendros nazcan.

Bastaba matar con el rugiente fuego,
recolectar las cenizas del crimen perfecto
y recomponer su cuerpo con la sangre del sacrificio
de la víctima inocente de cabello rojizo.

El vinagre y el cobre carmesí, al final del rito,
darían como resultado un ocultista malvado y rico.
Las finas láminas del metal poco valioso
adquirirían el peso y color real del oro,

pero la codicia de Asgair provocó una tragedia;
condenó a los suyos a una muerte larga y lenta.
Al no encontrar un mártir para su hechizo,
llevó bajo engaños a un joven blanco y cobrizo.

Al tratar de enterrar el puñal en el pecho,
resbaló y cayó al final del túnel estrecho.
Víctima del pánico, quiso escapar de la maldición;
en su torpe huida, cientos de gusanos rojos liberó.

Asgair abandonó tan rápido como pudo el pueblo.
Creyó estar dejando todo atrás, pero estaba muerto
y es que entre sus tétricas ropas, llevaba escondido
a lo que antes de un año, se convertiría en Basilisco.

Como raíces enfermizas, se arrastraron tras la libertad
y bajo las casas de todos, radicaron su maldad.
Al cabo de un tiempo no largo, comenzaron a salir
durante las noches. La gente empezó a sucumbir.

Los cadáveres aparecen famélicos; parecen estar secos.
Todos saben de qué se trata; no quieren reconocerlo.
Mientras, preparan en silencio el ritual para deshacerse
de la condena del brujo que buscaba enriquecerse.

La vida de Asgair se extinguió en la madrugada
tras una larga agonía que no entendía ni esperaba.
Lo encontraron hoy, rendido entre sus aposentos,
en la casona lejana donde se ocultaba de su desacierto.

Desde lejos se ven las casas, el humo y el fuego.
Los habitantes, lo poco que tenían, prendieron.
Mientras todo se vuelve polvo, a la distancia se escuchan
los gritos de los monstruos que por su vida luchan...
  
Morgan Le Sorcier. 16-10-14